Anónimo / Estudiante de Psicología en la Universidad de Barcelona


Motivación para escribir en «Tengo algo que contar»: 
Mi proximidad con la autora de este blog.



PSICO(PATO)LOGÍA DEL AMOR

Veréis, no voy a ser la primera persona que hable de locura y amor, pero sí que pretendo lanzar un alegato a favor de que en un momento determinado, en una situación determinada, todos nos hemos vuelto locos:

Sí, locos de amor.

Y si no que levante la mano quién no haya dicho nunca aquello de ‘estoy loco por tí’. O ‘me vas a volver loco/a’. Pues no señores, no son tópicos ni frivolidades, el amor puede volvernos majaretas, hacernos perder el sentido o, por lo menos, alejarnos del concepto de normalidad, psicopatológicamente hablando.

Para empezar, como la mayoría de trastornos mentales, conlleva un cambio a nivel cerebral, un cambio que no se vive en el corazón, como a muchos de los románticos aún les gustaría pensar, sino que se experimenta en el cerebro y nos deja, de forma acentuada, un patrón de conducta que se asemeja a la adicción.

La adicción, según la OMS, se entiende como una enfermedad física y psicoemocional, una dependencia o necesidad hacia una sustancia, actividad o relación causada por la satisfacción que ésta produce en la persona.

Tal vez tuvieran ya razón los músicos, escritores y el resto de artistas cuando hablaron del amor como una enfermedad. Y es que a partir del momento en que nos enamoramos, tan sólo existe una idea en nuestra mente: el objeto de nuestro amor (en este caso, la otra persona).

Esa idea domina nuestros sentidos, y así, experimentamos sensaciones como la falta de apetito, que más allá de la anorexia, forma parte de otros trastornos del estado de ánimo. O, por ejemplo, el sueño que nos quitan las muuuuuuchas horas que pasamos pensando en él o ella, que si no se explicaran en un contexto de enamoramiento, algún que otro psiquiatra nos recetaría una pastillita y nos diagnosticaría un trastorno del sueño.

Y aún podemos seguir, ¿qué me decís de la memoria? ¿Y de la pérdida de atención (que también podría ser un Trastorno por Déficit de Atención si nos ponemos a psiquiatrizar) que conlleva ese estado de conciencia alterado en el que parece que estemos más cerca de las nubes que del suelo?

Y hasta aquí sólo hemos hablado de los sentimientos propios de la primera fase, aquella en que ‘todo es de color de rosa’ (¡ojo!: alteración visuoperceptiva), aquella sensación de sentir mariposas en nuestro estómago (¿alucinación háptica? [creer que los insectos te recorren la piel, sin verlos]), aquella fase en que nuestro humor experimenta un cambio que nos deja cercanos a la fase maníaca del trastorno bipolar…

Pero… ¿Y qué pasa cuando el amor se va? ¿cuando debemos desenamorarnos? ¿cuando experimentamos el rechazo?

Porque tarde o temprano sucede, y no se trata de un proceso tan automático como lo es el de enamorarnos. Se trata de un momento de nuestra vida en que si el vínculo que nos unía a esa persona era lo suficientemente fuerte, van a tambalear las paredes que sostienen nuestra alma, vamos a perder el rumbo de nuestra vida y deberemos retirarnos por un tiempo.

Cuando amamos perdemos una parte de nuestra vida, se la entregamos a nuestro compañero para que haga con ella lo que más le apetezca y así, cuando se rompe una relación, sentimos que no existe dolor más profundo, el cual experimentamos en cada uno de los músculos de nuestro cuerpo: nos duelen partes que ni siquiera sabíamos que existían. Lloramos, y las noches duelen más que nunca.

Modificamos una buena parte de nuestro día a día para evitar cualquier estímulo que nos sumerja, si cabe aún más, en las profundidades de esa melancolía embriagadora que ya nos ha dejado sin respirar. Y, de repente, nos damos cuenta de que nuestra vida pasa sin que nosotros vivamos en ella: nos limitamos a sobrevivir y a mirar el calendario esperando a que pasen los días. Además, escuchamos a la gente decir, aunque no por ello les creemos, que no existe mejor medicina que el tiempo.

El tiempo duele, porque nos parece que no sólo no se llevará el dolor sino que va a quitarnos para siempre el recuerdo de alguien que pensábamos que se quedaría para siempre a nuestro lado. Se trata de un duelo complicado, porque debemos enterrar en el jardín de nuestra memoria a alguien que va a seguir vivo, a alguien que de manera consciente ha decidido renunciar a nosotros, a alguien que nos ha abandonado. Probablemente esa sea la peor parte, no la de renunciar a un presente si no la de enfrentarnos a un futuro otra vez incierto.

Tal vez esta serie de fenómenos psico(pato) lógicos nos ayude a entender por qué aún, a día de hoy, en pleno siglo XXI, la gente sigue muriendo por amor. Parece que aún prima aquello de ‘hasta que la muerte nos separe’ y el desamor es, junto con el trastorno mental en sí, una de las primeras causas de suicidio adolescente, (y no tan adolescente).

Tal vez también, tanta letra nos ayude a entender que debemos ser precavidos cuando hablamos de los ‘locos’, porque me atrevería a decir que la mayoría, sino todos, de los que leeréis este texto os habéis (nos hemos) enamorado alguna vez.

Porque hemos nacido programados para amar.

Porque a pesar del sufrimiento que nos produce el desamor, a pesar de volvernos a todos un poco locos, a pesar de pensar que vivimos en un mundo lleno de odio, ¡la especie humana se sigue enamorando a diario!

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