Hola.

Pasaba por aquí como paso casi cada día, desde que por suerte he encontrado por fin una rutina que no sólo estabiliza mis días, sino también mi cabeza. Y lo curioso es que, aunque no me conoces, yo ya me he inventado unas cuantas vidas para ti.

Coincidimos en la esquina de la vida que más te duele y, sin embargo, en la más reconfortante para mí. Nos parecemos en la cantidad de bostezos que intercambiamos cada mañana, y en lo cansados que estamos cada noche. Y mientras yo subo la calefacción de mi casa al llegar, bajan los grados en esos pocos metros cuadrados en los que duermes desde hace unos meses.

No, ya he dicho que no te conozco. Pero me sé de memoria la expresión que se adueña de tus ojos cada vez que pides lo que tantas veces diste a otros. Me sé de memoria la resignación con la que te arropas con esos cuatro cartones que encontraste en el lugar donde la gente se deshace de lo que se les ha vuelto inútil. Todo aquello que, en realidad, a ti tanto te falta. 

Y es que vas coleccionando las sobras de otros. Ya no recuerdas cuál fue la última vez que tuviste la oportunidad de ser el primero en desenvolver algo. El primero en desvirgar cualquier novedad.  Porque tú ya eres experto en lo vintage, en lo hortera y en lo pasado de moda.  Tú no entiendes de mercadillos de segunda mano, tú entiendes de mercadillos de última mano. Sin embargo, en este tipo de mercadillos, las manos no están.

Porque son manos huidizas, manos de gente que se las esconde en el bolsillo mientras huyen corriendo subidos en zapatitos de tazón o de “chúpame la punta”. Ojos cerrados para no ver, para no coincidir, para no empatizar con realidades como la tuya. Y es que duele. Duele pensar por qué tú, por qué aquí, cómo. Aterra preguntarse si tú eres como yo o como cualquier otro que se cruza en tu camino durante el día. Asusta reflexionar acerca de tu posible pasado, porque da miedo descubrir que quizás pueda ser como cualquiera de nuestros presentes.

Tu realidad nos escuece los ojos y el corazón. Por eso, a veces no nos miramos. Pero perdónanos, perdóname. Porque durante el día, mientras unos excusan el no ofrecerte su ayuda con argumentos relacionados con las mentiras que llevas a cabo para recaudar más dinero o con lo peligroso que puede ser acercarse a ti por lo trastornado que puedas llegar a estar, lo cierto es que tu vida no vale ni la mejor de tus mentiras como para poder levantarte al día siguiente con la mínima esperanza de que, algún día, recuperarás las ganas de vivir.

Pero qué le vamos a hacer. Si hemos crecido en la sociedad del consumo. En una sociedad individualista y competitiva en la que, cuantos más tengamos debajo, mejor. Tú representas uno de todos aquellos que no podrá quitarle el pan al que, en realidad, le sobra harina. No vayamos a darle ni un gramo de ésta, no vaya a ser que en lugar de comérsela, se la meta por la nariz.

Y así funcionamos. Y a ti mientras tanto, y sea por el motivo que sea, se te nubla la cabeza de forma intermitente. Y comienzas a vivir de tus alucinaciones, pues al menos en ellas, estás acompañado. El trastorno que otros ven en ti, es en realidad tu mecanismo de defensa para sobrevivir en una vida que ya no merece ni llamarse así.   

Quién te iba a decir que ibas a acabar aquí, reposando la cabeza  donde tantos han pisado. Con el alma silenciada y los oídos aturdidos por culpa de una sociedad que sabe perfectamente cómo continuar sin ti. Por culpa del sonido de la calderilla que casi a media voz, y sintiéndose culpable, parece decir “lo que no se ve, no se siente”, como si por no ver las monedas, el dinero no existiese. Cuando en realidad la diferencia de que sobrevivas hoy o mueras mañana, son un montón de monedas.

Y te preguntas si vales lo que tienes. Te preguntas si nosotros tenemos más derecho a sobrevivir que tú. Te preguntas cuándo una moneda se convirtió en el arma de fuego más potente y más sutil. Te preguntas cuándo aprendió a ser tan disimulada, a pasar desapercibida. Te preguntas por qué tu fracaso personal merece soportar esta situación, y no entiendes por qué al no conseguir los triunfos que ellos esperan de ti, hoy tienes que dormir aquí.  

Y yo me pregunto cómo lo aguantas. Me pregunto qué se te pasa por la cabeza antes de irte a dormir y cuando tus párpados muestran tus pupilas cada mañana. Me pregunto por quién suspiras cuando piensas en amor, o por quién sientes rabia cuando estás a punto de llorar. Me pregunto qué has vivido y con quién y, sobre todo, si fuiste feliz antes de llegar hasta ese momento de tu vida.

Y ya no sólo me pregunto, sino que espero.

Espero que, a pesar de las condiciones inhumanas a las que la humanidad te ha abocado, seas capaz de volver a sonreír con toda la felicidad que la amplitud de tus comisuras te permita. Que vuelvas a sentir la calidez de la solidaridad de las personas y el calor de un sofá en el que alguien se haya sentado antes que tú. Espero que vuelvas a tener compañía, un refugio al que huir pero al que llamar hogar y un plato caliente que alguien haya preparado especialmente para ti.  

Espero, sobre todo, que vuelvas a mirar hacia atrás y recuerdes esta época de tu vida como la que un día superaste, y que sepas verte a ti como el héroe que consiguió la mayor victoria de todas: la de sobrevivir a la soledad que supuso estar rodeado de quienes no te ayudaron. 

Noemí Carnicero Sans.

1 Comentario

Publicar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *