Hace tiempo que te acostumbraste a silenciar sus berrinches a golpe de caramelo. Y es que es mucho el tiempo que llevas tratando de disimular todos tus anhelos con todos tus silencios. Intentando que el niño que fuiste crezca contigo y que, en tu pasado, no quede ni siquiera un resquicio de ti. De lo que fuiste y, sobre todo, de lo que querías ser cuando aún no te habías convertido en esto. 

En una mezcla entre todo aquello a lo que puedes permitirte renunciar y entre todo aquello que te has propuesto conseguir. 

Una cobardía tachada de realismo con la que intentas pasar por alto los zarandeos que te da la vida cuando se te olvidan tus sueños. Cuando tus momentos de lucidez te devuelven un reflejo de quien podrías ser en potencia. Cuando, con tiritas en los ojos, te convences de que has crecido. Como si ello implicara haber crecido en gilipollez y haber empequeñecido en valentía. 

Como si Crecer se apellidara, además, Despedirse de Ti. 
Y así, abandonarte por completo en cada nueva etapa del camino, renunciando a lo que alguna vez se te metió en la cabeza para invitarte a soñar. 

Y es que, amigo, todas aquellas metas en las que debes descomponer un sueño para que tus “imposibles” se conviertan en “posibles” y, tus “posibles, en “probables”, se encuentran en tus manos. Porque aunque la posibilidad viene modulada por tu realidad, es en tu fuerza de voluntad donde se encuentra la probabilidad de que lo consigas.  

Porque una vez, siendo pequeño, fuiste más grande que nunca. Y era entonces cuando los límites, a la vida, se los ponías tú. Cuando con tu curiosidad y con tu imaginación por bandera avanzabas, paso a paso, por un juego al que llamabas vida. Un juego en el que no importaba caerse sino levantarse. Un juego en el que se te permitía perder la esperanza por unos segundos si, a los pocos minutos, recuperabas las ganas de volver a intentarlo.  

Porque lo mejor de ti, se lo debes al niño que llevas por dentro. Al ingenuo que todavía cree que puede empujarte hacia las metas hacia las que tú, sueles retroceder. Al cabezota que conoce tus deseos y al que en instantes de extrema locura o, sin embargo, lucidez, le entreabres la puerta para que haga alguna de las suyas.  

Por eso, no te hagas tanto caso a ti. 
Házselo a él. 

Al que hubiera querido seguir creciendo sin perderse. Al que hubiera querido verte, años después, satisfecho con la vida que un día tú decidiste construir. Al que hubiera deseado sentarse contigo para ver en ti a su héroe, a alguien a quien parecerse, a alguien de quien alardear. 

Por eso, amigo, recuerda lo mucho que él ha hecho por ti, y cuestiona aquello que estás haciendo tú por él. Porque él puso en tus manos la responsabilidad de que le hicieras feliz ya fuera en pasado, en presente o en futuro. Confió en ti y te prestó sus mejores cualidades para que tú, con las que tienes ahora, convirtieras ese mix con potencial en el secreto de vuestra felicidad. Para que vuestras virtudes y vuestros defectos encontraran un balance en el que complementarse y, en definitiva, para que el niño que aprendió a reír antes que a hablar no fuera tan diferente del que ahora habla mucho más de lo que se ríe.        

Por eso, no le decepciones. 
Porque aquel niño, sigues siendo tú.

Fdo: Noemí Carnicero Sans.




1 Comentario

Publicar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *