Ey, escúchame.

Se te concede perderte. 

Se te concede derrumbarte cuando sientas que, este mundo, no está hecho para ti. Se te concede bailar con tus debilidades, llorar tus fracasos e, incluso, llegar a reconocerlos. Se te concede, porque eres humano. Porque nadie esperaba de ti que fueras perfecto. Porque es demasiado difícil mantenerse ahí arriba cumpliendo las expectativas que tú mismo fuiste generando en los demás. 

Y es que de vez en cuando llegan momentos en los que la vida te reta. En los que esta sabe, por anticipado y con ventaja, que te ganará. Momentos en los que lo mejor que puedes hacer es rendirte y, después, aceptar tu derrota. Aceptar que a pesar de todas tus virtudes hay un límite dibujado para todos y, por supuesto, también para ti.   

Y es que, de repente, un vendaval te tumba y te sorprende. Te desequilibra justo en una cima a la que llegaste peldaño a peldaño. Nadie te había enseñado a saltarla, a bajar de ella de vez en cuando o a volar alrededor por si algún día te caías. 

¿Pero sabes qué te digo?
Que te caigas. Que no pasa nada.
Porque se te concede.

Se te concede, tan solo por unos instantes, sentirte perdido, asustarte y llenarte de toda esa angustia que te impide recordar en qué momento perdiste las agujas de la brújula con la que solías orientarte. Se te concede olvidarte de tu sonrisa, creer que no lo vas a conseguir e, incluso, pensar que estás solo en esto.

Se te concede.

Porque tan solo aquellos que se dan cuenta de sus flaquezas pueden ponerles remedio. Porque solo cuando te derrumbes, podrás levantarte. Porque solo cuando te caigas, podrás decidir si ese es el camino por el que te conviene o no continuar.  

Véncete perdiendo.

Porque será, entonces, cuando asumas que no puedes más. Será entonces cuando toda aquella energía que destinabas a disimular puedas usarla para recuperarte. Para volver a ser tú. Para llevarte lo mejor de lo que eras junto con todas aquellas nuevas cosas que hayas aprendido.

Ríndete, porque se te concede.

Y así, al mismo tiempo en que tus fortalezas se estén hundiendo, apláudete. Despídete de ellas durante unos días y, con un “hasta luego”, asegúrate de que entienden que os volveréis a ver. Cuando ellas estén preparadas para volver a ser tu escudo. Cuando en realidad entiendas que tú, eres tu mejor arma. 

Y hasta las mejores, amigo, se quedan sin cartuchos. 

Así que no. NO eres débil. 

Este momento de tu vida NO define lo que eres. No ensucia lo que has conseguido y, por supuesto, no determina lo que serás. Te has caído. Y no pasa nada. Las frases optimistas las inventaron para aquellos que van sobreviviendo con medias sonrisas y para aquellos que ya no las necesitan. 

Pero no para ti.

Deprímete unos días. Los necesarios. Los justos para resurgir sin miedo. Con la confianza que te den aquellos que te entiendan, con el cariño con el que te traten los que sepan que tú eres especial en cada una de tus versiones. Incluso en esta. Incluso en la peor. En la que tú nunca te hubieras imaginado estar, en la que nunca te hubiera gustado vivir e, incluso, en aquella de la que te avergüenzas.

Pero no te equivoques. 
Porque de esta, vas a salir.  

Ahora que ya nos hemos deprimido un rato, mira el reloj. No te voy a pedir que sonrías, pero sí que confíes en ti. Que confíes en la posibilidad de volver a estar bien. Que confíes en “las malas rachas”, porque eso es justo lo que está pasando por tu vida. Por eso, tan solo te permito y te concedo que te deprimas si entiendes que después de haber llorado y después de haberte hundido el tiempo de recuperación lo marcas tú. 

Has tenido sensación de ahogo, pero no te has ahogado. 

No permitas que desaparezca la diferencia entre lo uno y lo otro y ve en busca del flotador que te ayude a llegar a toda costa. No te diré que sano, porque prefiero que llegues con cicatrices. Pero sí salvo.

Yo, veo unos cuantos flotadores esperándote.

¿Los ves tú?     

Noemí Carnicero Sans.

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